domingo, 15 de abril de 2018

He vuelto

He vuelto y ya nada me sorprende, es casi rutina y ya me sé los pasos.
Estaré hundida uno o quizá dos días, no saldré de casa y el mundo se me hará cuesta arriba.
Ya me sé el guión.

La felicidad puede durar lo que dura la primavera, tan efímera, pero tan constante.
Y es que después del largo invierno volverá, siempre regresa, aunque luego se marche, y mira por donde, ahora que llega, que ya está, he caído en el foso y no podré ver los capullos amarillos florecer.

Mi anhelado deseo de todo este invierno tendrá que esperar durante estos dos/tres días que no salga de casa.
Estaré en la ventana mientras espero, observando el mundo exterior, sintiendo el olor de la naturaleza viva, así como me gustaría sentirme yo.
Estaré en la ventana del salón, pegada al cristal, y de tanto en tanto saldré al balcón.

Desde allí abajo, ¿alguien puede verme?
¿Alguien nota mi presencia?
¿Es mi desdicha digna siquiera?

Doy pasos flacos entre las paredes de mi habitación, pasos delgados que se rompen tras mis pies,
no hay senda, no hay destino en el foso que conozco.
Es el mismo, no hay duda.

El mismo foso de dos años atrás, el mismo foso de mis recuerdos,
el mismo de mis noches en vela, el mismo foso oscuro y triste que siempre me espera.
El foso que no me olvida, aunque pasen los días, el mismo foso profundo y angosto que me asfixia.

He vuelto, pero esta vez saldré más rápido.
Ya sé de los golpes, ya conozco el camino.

Karen M. 

domingo, 8 de abril de 2018

Piezas





PIEZAS

De tanto tiempo sentada en el mismo sillón me duele la piel y probablemente ya haya visto el final de este capítulo. Y mientras se van a publicidad recojo piezas de recuerdos de veranos y sonrío para mis adentros. Mamá grita en el comedor que la cena está ya lista, y esa voz me lleva al pueblo donde me crié.


Andrés, el hijo del mecánico aparece en mi cabeza y me sonríe mientras me cuenta que mañana en clase de taekwondo Emilio, el profesor, nos dará una importante noticia. Estamos en el transitado autobús un tanto aplastados, de camino a casa. Son las tres PM de lo que parece un viernes cualquiera. A mi izquierda una mujer joven lleva a un niño en brazos y a otro de unos seis años de la mano. El pequeño tiene la ropa manchada de chocolate, lo cual me recuerda a mí y a la infinidad de veces que acabé igual. El camino desde el pueblo vecino hasta el nuestro se hace bastante largo, (problemas de la infraestructura del transporte público). Y mientras estoy perdida en mis pensamientos suena el estruendoso pitido que avisa que hemos llegado al pueblo San Carlos del Manzanar. Bajamos del autobús he inmediatamente pongo un pie en la calzada éste arranca ferozmente. "Esto en la gran ciudad no pasa", pienso muy molesta. Y Andrés, que me conoce de toda la vida, rompe en risas al conocer con exactitud mis pensamientos.


La temperatura es agradable, y el ambiente también. En las calles los niños reaparecen después de la comida con pelotas de fútbol, muñecas viejas, y enormes sonrisas a esperarnos. Apenas los veo todo cambia, como si la añoranza de casa y la opuesta tristeza por tener que irme cuando acabe el verano desaparecieran, casi igual a cuando escucho mi canción favorita, o cuando dibujo comics con Andrés bajo el gran manzano del pueblo o también cuando comemos en el restaurante de su tía Inés mientras mi tío y su banda tocan para todos. Los niños son aquella medicina de inocencia que —estoy segura— podría sanar cualquier corazón herido.


La tarde se va volando entre muchos goles, pelotazos, cosquillas y risas. Aproximadamente a las siete se escuchan la voz de distintas madres desde el balcón llamando a cenar a los muchachos. "Venga, a casa" digo para todos, y ellos obedecen después de darme un beso en la mejilla. "Serás una gran pediatra" dice Andrés. Quien está sumamente sucio a causa del polvo. "Y tú un profesor extraordinario" digo totalmente convencida mientras trato de quitarme el polvo de encima. En ese momento caigo en cuenta que tengo varias heridas en las rodillas que están descubiertas por el vestido azul que llevo, pero le resto importancia.


Subimos por la calle principal del pueblo saludando a los viejos rostros conocidos, aquellos que nos vieron nacer. En el número veintitrés, afuera de la casa en una silla de plástico, está sentado el viejo José con una cerveza en mano y una radio en la otra. En el veintiséis Ángela, que se acaba de casar y está esperando su primer hijo. "Me muero de ganas de jugar con él el próximo verano", pienso. Y enfrente del treinta hay un pequeño pero grande grupo de mujeres hablando y riendo.


Seguimos caminando y llegamos al taller del padre de Andrés, el cual nos saluda divertido mientras nos da un helado a cada uno.  Andrés insiste en acompañarme hasta casa, así que ambos seguimos subiendo por la calle rumbo a mi hogar. Estamos hablando de posibles hipótesis sobre la existencia de extraterrestres cuando el sol ya casi se ha ido, aún así se vislumbra en la lejanía dejando a su paso un cielo en tonos rosados y rojizos semblantes al pelo de la tía Inés.


Una vez en frente de casa dispongo a marcharme, pero Andrés me mira y me toma de las manos.


—¿Qué haces? —pregunto extrañada.


—Prometeme algo —dice.


No contesto, estoy esperando su pregunta, pero él guarda silencio y se queda inmóvil ante mí mirándome fijamente con sus enormes y profundo ojos marrones de largas y rizadas pestañas, donde me doy cuenta, hay un poco de tristeza.


Así, en silencio, y ya casi a oscuras, pasan una y dos camionetas por detrás nuestro.


—Andrés, ¿qué pasa? —me animo a decir algo preocupada.


—Quiero que me prometas algo —suelta de repente y yo asiento —prométeme que cuando te vayas, pase lo que pase, no te olvidarás de mí, y que seguiremos siendo mejores amigos por siempre.


—Creía que eso ya se suponía —digo yo con arrogancia, incrédula aún de la seriedad con la que habla el chico que tengo enfrente.  


—Prométemelo —insiste él.


—Está bien, te lo prometo. Siempre, siempre seremos mejores amigos, te lo juro.


En cuanto acabo la oración Andrés se acerca rápidamente y me toma entre sus brazos aprisionandome contra su pecho con fuerza. El acto me confunde y no logro asimilar lo que está sucediendo, pero enseguida cedo y nos fundimos en un largo abrazo cálido pero nostálgico, como el gusto de estar al sol cuando hace frío, y esa sensación tan rara del Domingo noche. Andrés apoya su cabeza en mi hombro, y entonces me percato por primera vez en trece años de que su largo cabello marrón huele a manzanilla. Cierro los ojos y me pierdo en ese momento que sé que jamás podré olvidar. En la vida hay pocas personas que llegan para no irse, y ahora, entre mis brazos tengo al chico más maravilloso que conoceré jamás: al responsable Andrés, el hijo del mecánico.


Allí, en esa calle del pueblo, en frente de mi casa blanca, un Viernes tarde de Julio con trece años, en compañía de mi mejor amigo —y presencia de Mercedes, la cotilla del barrio, desde la otra acera— entendí que la felicidad se basa en la recopilación de pequeños momentos y detalles escritos en eso que llaman vida, en eso que alguien maravilloso me dijo es llamado sueño.


"¡La cena!" dice mamá por segunda vez y me levanto del sillón para ir al comedor.


Karen T.